viernes, 19 de enero de 2018

Es curioso

Despierto. 5:45 a.m. marca el pequeño aparato situado a mi derecha. Me quedo mirándolo alrededor de 10 segundos mientras pienso en lo rápido que pasa. Él me contesta la mirada con un leve parpadeo de los dos puntos en vertical que separan las horas de los minutos. 
Antes de sacarme la ropa de cama, cercioro el tiempo dándole la vuelta a ese otro dispositivo que hay justo al lado. Ahora mismo no recuerdo ni cómo se llama, aunque hasta dentro de unas 20 horas, será parte de mí. Coincide. Ya no hay vuelta atrás.
En la cama se está muy calentito, pero ha de comenzar un nuevo día. Ya tengo programado el calentador y el agua está al punto. Esperándome. Pero antes de adentrarme en el maravilloso mundo acuático, enciendo el cacharro feo y con antena que me dejé preparado encima del mueble de las toallas hace ya unos meses, cuando empecé a trabajar. Ahora me encuentro menos solo.
Empiezo a recordar el nombre de las cosas, y la primera que se me había olvidado ya me acompaña. Así, dejo el móvil, no sin antes echarle un nuevo vistazo para ver cuánto tiempo ha pasado y, porqué no, por si alguien se ha acordado de mí en esos instantes. Nada, no hay mucha gente que se levante tan temprano, y menos pensando en mí. Es curioso, porque ese mismo acto lo realizo unas 100 veces al día. Hasta le he puesto nombre: xip. Quería diferenciarlo fonéticamente de chip. Así soy yo.
Es genial ducharse recién levantado, pero tengo que ir corriendo. La radio sigue sonando. Las canciones de invierno me gustan infinitamente más que las de verano. Son más melódicas. Bromeo pensando que cada una que escucho debería ser la canción del invierno.
Por muy bien que esté, tengo que cerrar el grifo. Me seco y vuelvo a darle al botón de desbloqueo de mi móvil para xip. Nada, otra vez. Sin querer me fijo que he estado casi tres minutos más recibiendo agua que los que tengo controlados. Otra vez voy tarde. El momento de vestirme es el más cruel de las mañanas. La fría ropa me observa sabiendo que cuando me la coloque encima, el día habrá dado inicio. Vuelve a ser curioso la capacidad que tengo de cambiar el chip matutino de cuando me levanto en pijama y me despojo del mismo para meterme en la ducha, diferenciándolo de cuando me enfundo la ropa para salir. Parece que llevo media jornada despierto, pero no.
Sin más, caliento la cafetera y enciendo el ordenador esperando que mi vida en la nube haya cambiado durante las cinco horas que he estado durmiendo. Lógicamente no es así, todos mis contactos de las redes sociales llevan una vida de lo más normal. Se levantan de día y se acuestan de noche.
¡Qué bien huele el café!, pienso mientras suena el maravilloso pero cruel ruido que me avisa que ya está listo y que tendré que irme en breve. Me lo bebo, cojo la bolsa, hago xip, me pongo los zapatos, conecto la alarma y salgo de casa.
La alarma es una bobada por la que me convencieron y por la que pago una pasta. Si me parase a hacer cuentas no me saldría rentable, pues en casa no tengo tanto dinero que me pudiesen robar, más allá del ordenador, la tablet, el reproductor de música, el libro electrónico, la televisión, la cámara de fotos, la impresora, el fantástico robot de limpieza y los dos móviles (uno de empresa y otro personal), pero éstos no se quedan en casa casi nunca.
Treinta y cinco minutos de metro es lo que me espera por delante para llegar al destino. Desde hace un tiempo llevo siempre encima un enorme libro, de esos de hojas de papel, que me hace más ameno el trayecto. Entre xip y xip voy leyendo. Siempre he de repetir alguna página por la incapacidad lectora de buena mañana, pero bueno, me ocurre desde pequeño.
A las 7 a.m. llego al trabajo y me despojo de casi todo. Me siento en frente de un ordenador y me preparo para lo que pueda venir. Otra vez la curiosidad de los quehaceres me sorprende. Tengo una hoja escrita a mano con todo lo que he de realizar en esa mañana antes de irme a desayunar al bar (antes lo hacía en la máquina expendedora que hay justo a la salida del edificio donde trabajo, acompañando al cigarro otro asqueroso café y un bollo industrial), pero ahora soy más sofisticado.
Todo el mundo ya está despierto y los gritos que se escuchan duelen en lo más profundo de mi oído. Pero con todo, me gusta más el bar que las escaleras del portal donde, como digo, solía ir.
El móvil empieza a despertar también, por fin la gente se acuerda de mí, pero veinte minutos se pasan volando, y más cuando son de descanso. Apuro hasta el último segundo entablando conversación con mensajes instantáneos gratuitos.
Se acaba y vuelvo a mi puesto. Pienso que si me doy prisa, quizás pueda salir más tarde a echarme otro cigarrillo. Hay días en el que las ganas se van incrementando al ver a algunos de mis compañeros tirando humo dentro de la oficina con su tabaco de mentira. Vaya chorrada el vapor.
Navego, tengo trece ventanas abiertas con cuatro programas diferentes. Voy modificando cada una casi al instante. Me acuerdo de esto, lo pongo; Se me había olvidado eso otro, minimizo, maximizo y lo pongo. Es un no parar, pero como decía mi madre: “Para algo has estudiado”.
¡Que estrés! Ojalá estuviera recogiendo brócoli en vez de estar aquí sentado delante de una pantalla que me está matando. ¡Qué bien viviría yo en el campo alejado del ruido urbano! Eso es algo que todos los de ciudad pensamos y, agraciadamente para nosotros, también ocurre a la inversa. Todo me señala el mayor invento humano: El tiempo. Ese que algunas veces va extremadamente lento, y otras muy rápido. Esta vez es de las primeras. Tengo muchas ganas de que termine la mañana e irme a casa a coger el ordenador y mirar cosas mías. 
Al final llega el momento, el día laboral se acaba y me queda toda la tarde para disfrutar. Además es viernes. Tras los cuarenta minutos de vuelta (siempre tardo más porque el metro va lleno de gente y aguanta más en las paradas a esa hora), paso por la tienda de comida preparada y me compro algo. Hoy toca lentejas, que las hacen de muerte.
Llego, las caliento al microondas y preparo mi mesa con el grandioso ordenador a un lado, el móvil al otro y la música sonando.
Esto sí es vida, me digo a mí mismo. Ahora me esperan otras cuatro horas manejando el explorador, entrando una y otra vez en la web correspondiente para ver si hay algo nuevo.  Xip, xip y más xip. Por fin alguien me propone un plan. Dicen de ir a media tarde a ver una exposición sobre el superhumano. Qué miedo me da que nuestra especie pueda crear un tipo de homínido, o como se llame, que sea superior. Así no debería evolucionar la cosa, pero bueno, no voy a ser yo quien desmienta a los expertos.
Acepto y le pregunto a una aplicación de mi móvil cómo puedo llegar al sitio en cuestión. Es muy graciosa, a veces no me entiende y me contesta barbaridades, sobre todo cuando me aburro y le cojo el gustillo y no paro de hablarle. Seguro que alguien se enamorará de ella algún día.
Cuando llega el momento de marchar, preparo todo lo que he de llevarme en el mismo sitio. El móvil, siempre encima para, de vez en cuando mientras me estoy poniendo guapo, xip.
Me reúno con mi grupo, todos dispositivo en mano, hacemos el amago de meterlo al bolsillo, nos saludamos, pero es que aún quedan tres por llegar. Cogemos el dispositivo y xip, a ver si dicen algo. Les preguntamos, pero siempre son los mismos. Al fin los vemos.
Entramos al lugar y no pone nada de apagar teléfonos, pero por cortesía y porque lo tenemos aprendido, al menos le bajamos el volumen, por si llamaran...
Foto aquí, foto allá, enviando archivo, enseñando lo que me mandaron ayer, grabando sonidos para los que no han venido y una última foto es el guión de la exposición. Aunque sí es cierto que nos han impactado un par de cosas, pero eso es hacer muchas hipótesis con el futuro.

Vamos al bar a beber algo y cinco teléfonos encima de la mesa. Somos cuatro. Xip, xip y xip. Surge el tema y comentamos que, en caso de llegar, ninguno viviremos para que nos dominen las máquinas.

lunes, 2 de junio de 2014

Demasiadas incógnitas

Desde hace mucho tiempo, mantenemos en nuestra mente la idea de una República. Da igual el estilo de país, solo una derogación de la monarquía es lo que planteamos muchos de los ciudadanos de este variopinto estado.
Yo, por supuesto, soy uno de ellos. Y lo soy porque necesito el derecho a elegir. Necesito el derecho a decidir quién va a ser ese malnacido que se siente en su trono de Jefe de Estado para llevarse un sueldo increíble y hacerlo inviolable ante la ley (y así cada cuatro años con una persona diferente).
Pero la opinión no se puede confundir con la información. Los datos están ahí. La Segunda República, ésa que los izquierdistas añoramos y que (casi) ninguno vivimos, fue llevada por tres personajes diferentes: Niceto Alcalá-Zamora, Diego Martínez y Manuel Azaña. ¡Ay, Manuel Azaña...!
El primero fue de derechas, el segundo promulgaba un radicalismo anticlerical digno de Roberspierre, y el tercero tuvo que formar coalición con partidos conservadores.
Después, si miramos más allá de nuestras pestañas, podemos sumergirnos en el profundo análisis de Europa. Vayamos a las tres grandes Repúblicas del continente: Francia, Italia y Alemania.
En los tres, la derecha ha mandado durante gran parte de su historia.
Por lo tanto, hay que analizar varias cosas: Primero, visto lo visto en la tierra que Manolo Escobar evocaba como la mejor, ¿estaríamos dispuestos a darle un doble poder a uno de los partidos mayoritarios? O peor, ¿aumentaríamos su consigna ofreciendo un enfrentamiento político en el que uno tendría la jefatura de Estado y el otro la presidencia del gobierno?

¿Es igual República que izquierda? ¿Ahorraríamos los españoles algún céntimo, teniendo en cuenta que el Jefe de Estado en una República no es altruista y, por supuesto, tiene que vivir del cuento?

jueves, 20 de marzo de 2014

Competir no es jugar, aunque jugar pueda ser ganar

Relaciono letras y números con colores. En orden, como si fueran parte de una tabla. Así, la “a” es blanca y la primera-segunda. Me gusta la “a” y me gusta lo blanco.
Es posible que sea mi vocal favorita, justo después de la “e”.
La “e” es verde y la tercera. Solo la tercera. La cuarta no tiene vocal. Pero sí la quinta. A ésta corresponde la “i”. ¡Qué vocal más en desuso! Seguramente no sea el primero en preguntarme porqué una “i” no es una palabra que se pueda analizar morfológicamente como tal. Aunque la diosa madre la defina. Hablo de la RAE, que tiene la primera-segunda y la tercera. 
La “o”, o, mejor dicho, el “o” es el octavo, dejando así al sexto y al séptimo sin representación. Por último queda la “u”. Y digo por último porque es la/el último. Si la tabla termina en el noveno, éste será esa vocal tan oscura. No me gusta la “u”. Ni cuando suena, ni cuando no. Tampoco me gusta de ella un apartado que se convierte en recurso para hacerla que suene: La diéresis. Creo que se debería llamar diéreqüis. Todo quedaría más claro. Claro es blanco, como la “a”.
Hay muchas cosas que debemos mejorar, y entre ellas está la manera de llamar a las cosas. Nos complicamos en escribir tanto como en hablar. Y la comunicación no es solo plasmar con signos verbales. También existe la posibilidad de hacerlo de forma no verbal. Por lo tanto considero que un gesto no debería tener representación léxica. Deberíamos eliminar los términos relacionados a asentir, encogerse de hombros, o fruncir el ceño, entre otros. Solo así le daríamos la importancia que tiene a ese apartado tan vivo de nuestro lenguaje corporal.
Y así, solo así, la vida sería mucho más fácil y lógica. Incluso puede ser que ya hubiésemos descubierto el sentido a todo esto. Un solo gesto que no se pudiese plasmar en palabras tendría la solución.

Y ahora, ¿cuánto hace que no juegas?

lunes, 24 de febrero de 2014

Las ovejas negras cambiaremos el mundo

Yo también fui de los que se cabreó. Y mucho. De hecho, en cuanto salió uno de los protagonistas (el que hacía de Iñaki Gabilondo) diciendo que él entendería que la gente que nos lo creímos quisiésemos pegarle fuego, cambié de canal.
Me interesaba ese partido... Pero el cabreo se fue pasando (también por el abultado marcador) y volví a ver qué me decían otra vez esos tres individuos y la señora de pelo blanco.
Poco a poco, y gracias a una conversación que tuve con determinadas personas en una aplicación determinada (que por cierto me caduca hoy), fui entrando en el debate. ¿Era mentira realmente?
Me acuerdo cuando estudié la Guerra de los Mundos, de Orson Welles. Ya me parecía un poco idiota que se pudiese creer semejante barbaridad. “Yo no me lo hubiese creído”, decía.
Pero como decía Sabina, esta vez el idiota era yo, y con otros idiotas, fuimos discutiendo. Mi cabeza tenía varios frentes abiertos. Estaba en un no parar de pensamiento: Esto, aquello y lo otro.
Me centro en esto... Pues eso, las ovejas negras cambiarán el mundo. Cada uno somos una oveja negra. Todos lo hemos sido en algún momento y todos nos sentimos tal. Un estudio revelaba que la sociedad española es “histérica”. Individualmente no lo somos. La guerra de los mundos no nos la hubiésemos tragado nadie, sin embargo esto...
En conjunto cambia la película. Quizás no ande tan desencaminado el estudio y lo seamos. En conjunto, ya digo.
Las ovejas negras anduvimos durante toda una hora por donde nos decía un profeta. Si él decía blanco, era blanco. Y fue blanco durante 60 minutos, 3600 segundos.
Al final se convirtió en negro. Y todos pensamos que fue negro.
¿No sería lógico de una oveja negra pensar, aunque contradigamos a nuestro color natural, que si alguien dijo que era negro, en realidad fuese blanco?
Me explico: Todos sabemos que nos engañan. Que cualquier letra, sonido radiofónico o imagen televisiva es partidista y esta fundamentada en un ideal. Sin embargo seguimos creyendo. Pero en cuanto nos dicen que eso es mentira, tal y como ya sabemos, maldecimos. Nos cabreamos y, en algunos casos, incluso dejamos de leer, oír o ver.

Pasadas 20 horas y algunos minutos desde que empezó el espectáculo, no tengo más que decir.

miércoles, 5 de febrero de 2014

Grande

A veces me hago preguntas y otras me las contesto. En las primeras, suelen ser cosas que nadie sabe responderme. Cuestiones sin importancia para el resto de la humanidad que no sea yo.
Uno de esos ejemplos me está calentando la cabeza toda la tarde: ¿Qué quiso describir el primer ser que utilizó la palabra grande en cualquiera de los idiomas existentes y extintos? ¿Se puede determinar en algunos casos como palabro?

martes, 14 de enero de 2014

M'agrada la llimona

Qué difícil resulta hacer una rima. Y mucho más si es consonante. Odio el querer y no poder, pero ya no solamente en este ámbito literario, sino en cualquier otra modalidad.
Últimamente me ocurre demasiado (lo de odiar, digo). Odio la raya que no se va cuando barres. Odio, también, que las cosas no salgan como tenía previsto.
Qué difícil resulta hacer una poesía con rima consonante, y eso que somos castellano parlantes. Me parece acojonante, a la vez que fascinante, aquellos que tienen el don para realizarlo sin palabras malsonantes.
Ante(s) yo era un poeta. Antes, con el aroma a limón y el frío dentro del cuerpo, no había nada que se me resistiese. Dónde quedaban los cuarenta días de invierno, me preguntaba, cuando una gota de sudor mojaba mi sobaco apenas treinta segundos después de haberme duchado.
Eso era antes, aunque por suerte, todavía no tengo que calentar la taza del water cuando voy a sentarme; tampoco dormir con calcetines, con lo que odio yo dormir con calcetines. Puede ser que todo llegue, pero por el momento iré quejándome de lo difícil que es hacer una rima consonante que resulte intrigante.
Me cuesta imaginarme cómo debe ser en chino, japonés, árabe o finés. Más que nada porque no tengo ni idea de esos idiomas, en los que cuesta tanto ver comas, como en los desiertos a las palomas.

I és que, ara, sóc català. O almenys visc aquí. Tot això té moltes coses que envejar a la terra d’on vinc. I viceversa.
Catalunya té un color especial, com Sevilla, però no és tropical. I en això es basa tot.

viernes, 13 de diciembre de 2013

No sé yo...

Pues sí, Ramón Llull es E.T.A. Y yo sigo esperando que las vigas de mi casa se me vengan encima. Son de obra vista. Y de madera. Una vez me dijeron que en una casa de madera el fuego lo quema todo, pero tal es el tiempo que tarda en hacerlo que te da tiempo a salir por patas antes de que la leña se haga brasa para la carne. Sin embargo, en otro tipo de construcción no me dijeron lo mismo...
Vivo y río de las cosas que me dicen. Las intento recopilar todas, en orden. Es imposible. Soy una persona demasiado poco sociable para llevar a cabo tal acto.
No intento definirme, ese apartado lo he dejado parado, de momento. Quizás mañana.
Además, mi casa es tan sumamente alta que de caérseme las vigas encima llegarían a mí con una fuerza que no se puede medir ni en newton ni en Einstein (siempre he relacionado a estos dos señores, e incluso muy a menudo los confundo).
Pues sí, seguramente también sean E.T.A. O no...

Ser un tigre conlleva una gran responsabilidad.

miércoles, 20 de noviembre de 2013

#Sesión8

Haces realidad una frase excelente de una magnífica canción: Cada mañana te miro al pasar. Te miro, te tiro y me piro sin más. 
Tú, que vives y reinas el suelo de cada cuatro paredes en las que habitas. Tú, que no dispones de tiempo para descansar y que te encanta todo lo que realizas. Tú, que solo hablas cuando la conversación merece la pena. Tú, que estás en todos lados y que sin embargo eres el menos conocido.

Tú: omnipresente y fehaciente.